miércoles, 15 de junio de 2011

Bioética y Derechos Humanos

Cuando la medicina niega tratamientos a los neonatos

La erosión de los derechos humanos

¿Es posible que ciencia y medicina erosionen los derechos humanos en la época que, de boquilla, multiplica las garantías civiles? Difícil de creer, pero es exactamente lo que está sucediendo. Y no nos referimos sólo a la pérdida de valor de la vida fetal, sino a la erosión sistemática de los derechos del ya ha nacido. Basta con leer la prensa científica para ver cómo los derechos a los tratamientos en niños ya nacidos se reducen voluntariamente respecto a los que disfrutan los adultos.
Empezó la canadiense Annie Janvier, con una serie de estudios, a mostrar cómo, a igualdad de pronóstico, el porcentaje de médicos dispuestos a proporcionar tratamiento para salvar la vida a un neonato enfermo es muy inferior al de aquellos que reanimarían a un adulto con prognosis similar. Y un estudio publicado el año 2000 en el «Journal of the American Medical Association» evidenciaba que muchos médicos europeos y estadounidenses, a la hora de reanimar a un niño, toman en consideración la carga en la que podría convertirse para los padres. Tanto que Michael Gross concluía otra investigación en cuatro países occidentales explicando que «existe un asentimiento general al neonaticidio, dependiendo del parecer del progenitor sobre el interés del neonato definido de forma que hay que considerar tanto el daño físico» como el perjuicio a terceros («Bioethics», 2002).
Y como si esto no fuera bastante, en el último número de «Pediatrics» se explica que los médicos en Canadá y en los Estados Unidos tienen en cuenta la edad de la madre o el tipo de familia en el momento de reanimar al neonato, dando preferencia a quien ha sido concebido «in vitro» y a quien tiene una madre abogada. Pero la gravedad de la situación se demuestra en el último número del «American Journal of Bioethics», donde Dominic Wilkinson, neonatólogo y filósofo, explica que «es justificable en algunas circunstancias para progenitores y médicos decidir dejar morir a un niño aunque su vida merecería ser vivida».
La tesis de Wilkinson es que hoy, para decidir la reanimación de un neonato, se hace una estimación de su bienestar futuro y del peso que le supondría una eventual discapacidad; y si la balanza se inclina en este sentido, se interrumpen los tratamientos, dado que la vida en ese caso «no merece ser vivida»: visión trágica y mercantilista de la vida misma, la cual asume un valor que puede considerarse inaceptable. Wilkinson va más allá y explica que, aunque la balanza se incline moderadamente hacia el futuro bienestar –o sea, aunque «la vida merezca ser vivida»–, el progenitor o el médico pueden optar por suspender los tratamientos.
Se trata de una auténtica erosión de los derechos: no de un descuido, sino de una selección real y científica de los sujetos a quienes se les retiran a favor de otros. Tanto que Annie Janvier ha titulado dos de sus estudios «El criterio de actuar el mejor interés del paciente no se aplica a los neonatos» («Pediatrics», 2004) y «¿Los neonatos son distintos de los demás pacientes» («Theoretical Medicine and Bioethics», 2007).
Pero esta tendencia no se limita a los neonatos: en 1996 el mayor estudioso mundial de enanismo publicaba en «Archives de Pédiatrie» un terrible artículo («J’accuse! ¿El enanismo tiene todavía derecho de ciudadanía?») en el que hablaba de la discriminación que pesa sobre quien tiene baja estatura. ¿Y qué decir cuando se lee que las personas con discapacidad mental o incluso con un daño físico altamente invalidante pierden el derecho a ser llamadas «personas»?
La citada investigación del «Journal of the American Medical Association» mostraba que un alto porcentaje de médicos piensa que, en caso de discapacidad (física o mental), la muerte es preferible a la vida. Así que no hay que sorprenderse de que, en algunos países, a los pacientes con demencia senil que ya no puedan alimentarse por sí mismos se les reduzcan los tratamientos («Annals of Internal Medicine», agosto de 2002) o se evite proporcionar la hidratación, y de que las personas con discapacidades mentales se hayan vuelto «invisibles» para el sistema sanitario («Lancet», 2008).
Sin embargo, en el caso de los neonatos, el hecho de dejar la última palabra a los padres –frecuentemente presas de la angustia y ciertamente no en posesión de conocimientos científicos– y de vincular la reanimación a la discapacidad futura, da precisamente la idea de una extensión de las leyes del aborto hasta después del nacimiento, con la diferencia de que aquí no se provoca directamente la muerte, sino que sencillamente se suspenden los tratamientos, con resultado análogo. En una época que escribe de boquilla los derechos de la infancia pero que, con los hechos, está dispuesta a archivarlos cuando esta infancia no responde a un modelo ideal o a las expectativas. En muchos países, significativamente en los de mayor bienestar, existen protocolos para no reanimar a niños nacidos con posibilidades de supervivencia –en algunos casos decididamente elevada («Pediatrics» enero de 2006)– por la posibilidad residual de morir o de tener una discapacidad. Y sorprende la aceptación de estos protocolos por parte de los sanitarios: tal vez por un erróneo sentido de solidaridad con los familiares o por una aversión a la discapacidad que raya en la eugenesia. No resulta que en los países donde tales protocolos están en auge existan hospitales que se disocien o sanitarios que objeten. Preocupa seriamente que la reanimación selectiva se haya convertido en una rutina aceptada como práctica clínica normal. En resumen, en una costumbre banal.


L'Osservatore Romano
06 de Mayo de 2011

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